La verdad sobre la confesión positiva
El peso propio que se le concede a la palabra llega
hasta los extremos de creer que si digo "me muero de la jaqueca",
en efecto moriré, y por tanto, si de verdad me duele la cabeza más bien deberé
decir "no me duele nada", y entonces se me pasará la dolencia
como por arte de magia...
Si quiero un auto rojo, deportivo y descapotable,
escribo sus características en un papel y lo pego en un lugar visible, de modo
de poder repetir lo que he escrito con cierta asiduidad, a fin de que, por la
fuerza que tienen mis palabras, el Señor, solícito en escucharme, no tarde en
responder a todas mis peticiones.
Sin embargo, lo que realmente esta tendencia viene
a tratar de imponer, es la creencia o la confianza en la palabra, como valor
absoluto: esto quiere decir que lo que digo tiene poder en sí mismo,
independientemente de la voluntad divina al respecto. Es más, lo que pronuncio
con mis labios de alguna manera pone en funcionamiento la voluntad de Dios, llegando
entonces al abismo ilógico de creer que el Señor depende de mí, y no yo de Él,
como cualquier pensamiento racional haría suponer. Frente a semejante
contradicción, o nos detenemos o saltamos: no hay término medio.
Esta seudo-doctrina presentada por sus defensores
como un gran hallazgo de hombres de Dios iluminados por una nueva revelación,
no es por cierto nada nuevo. Al fin, deberíamos creer que no hay nada nuevo
debajo del sol...
En efecto, está tomada de cosmovisiones tan
antiguas como el hombre mismo: el valor mágico de las palabras proviene de
creencias esotéricas, orientales, más cercanas a brujos y chamanes que a
ideales bíblicos. Y más cercano en el tiempo, vuelve a ser considerada y
adoptada por la Nueva Era que, como todos sabemos, no es una religión o una
secta, sino una corriente de pensamiento que invade e infiltra todos los
estratos sociales, todos los niveles culturales, todas las disciplinas. La
Nueva Era aconseja: acéptate y sé feliz. Y si hay algo que te
"desarmoniza", desconócelo y repite que todo está bien, hasta que
realmente creas que está bien...
Sucede que, aunque no podamos encontrar nada
semejante en la Biblia, esto funciona: acaricia la carne, alimenta el ego, nos
convence de que somos los mejores y de que nada puede pararnos...¿O no somos
hijos del Poderoso? Mientras tanto, la cruz, el negarse a sí mismos, el ver
nuestras justicias como trapo de inmundicia, el ser barro en manos de un
alfarero...todo esto, y mucho más, queda arrumbado en el último rincón del
desván de nuestra alma...¿Quién quiere ser un perdedor?
La confesión positiva nos anima a desconocer
cualquier cosa que no nos agrade o que nos duela: si estoy en la ruina, no debo
decirlo, porque mi Dios es el dueño de todas las riquezas. Si estoy enfermo,
tampoco debo decirlo, porque por sus llagas fuimos nosotros curados... En
cambio, sólo debo pronunciar lo que quiero en mi corazón, y sólo porque lo
diga, entonces se cumplirá. Así y todo, tampoco debo suplicar o pedir por
favor: únicamente ordenar, y entonces todas las huestes angélicas se pondrán en
movimiento sólo por el poder de mis palabras...
En la misma vía de razonamiento, tampoco habrá que
temer nada, por aquello de que "...el temor que me espantaba me ha
venido y me ha acontecido lo que yo temía." (Job 3:25) Los que así
creen no advierten que esta no es la verdadera interpretación de este pasaje.
La declaración de Job no hace referencia a una cuestión de causa-efecto: porque
lo temí, entonces me sobrevino. Solamente es una afirmación, carente de toda
otra segunda acepción: le sobrevino, lo que temía. El por qué es algo sobre lo
que Job no se expide.
Así las cosas, el cristiano se ve de golpe
convertido en un superhombre, que de tener fe, todo lo puede: ¿Podrá también
torcer la voluntad de Dios?
Esta nueva ola de interpretación, entonces, vulnera
por lo menos dos nociones fundamentales en el ideario cristiano: la fe y
la soberanía de Dios.
En cuanto a la fe, puntualizaremos algunas
cuestiones acerca de sus características fundamentales. El libro de Romanos es
verdaderamente una enciclopedia de la fe. En él se nos aclara que la fe viene
por el oír, y el oír, por la palabra de Dios (Romanos 10:17). Para
empezar, entonces, podemos afirmar que la fe no es un disparo al aire, sino que
responde a una palabra de Dios. Se debe tener fe en lo que Dios nos dice, jamás
sólo en lo que se nos ocurre. Puedo decirle a ese monte que se eche en el mar,
pero si Dios no me ha dicho que lo haría, en vano hablaré, gritaré o
proclamaré...Puedo declarar con mis labios que algún paralítico ande, pero si
no lo ha determinado así el Señor, solamente conseguiré destruir una vida...
Revisemos la vida del padre de la fe, Abraham:
cuando el todavía Abram sale de su tierra. ¿Lo hace sólo porque se le antoja?
Mas bien fue por fe, pero su fe estaba fundamentada en lo que Dios le había
hablado. Era tal vez una locura, era casi algo irracional, pero Dios lo había
dicho. Y sobre eso ejercía fe.(Génesis 12 y sgtes.)
Cuando Noé sube al arca, y antes, cuando la
construye (Génesis 6 y sgtes.) ¿No estaba respondiendo a una palabra de
Dios?
¿Qué decir de Moisés, Gedeón, Sansón, David y otros
grandes héroes que engalanan la galería de Hebreos 11?
No es mi fe la que pone en movimiento la maquinaria
divina, sino a la inversa: la palabra de Dios, emitida de acuerdo con su
soberana voluntad, pone en funcionamiento la fe, la cual es también un don de
Dios. (Efesios 2:8, 1ª Corintios 12:9)
Si el Señor, pues, te dice que te dará un auto rojo
deportivo y descapotable, ten fe, aunque parezca una locura...Si, por el contrario,
El nada te ha dicho, quizás la locura sea pretender obtenerlo.
De la mano de una fe bien entendida, camina la
soberanía de Dios. Ella implica que Dios, y sólo El, es absoluto, dueño de
todo. El motor inmóvil de la filosofía, la causa eficiente, el acto puro. Todo
es por El y para El, y nada sucede si el Señor no lo ha previsto. El es,
efectivamente, el Señor, amo absoluto, no un vasallo de los caprichos,
necesidades u ocurrencias humanas. El hace el día bueno y el malo, El nos da
bonanza o nos somete a la adversidad, El nos enriquece o nos empobrece, nos
lleva o nos trae, nos pone o nos saca, nos da o nos quita...¿Quién se atreverá
a decirle qué haces?
Leamos atentamente algunos textos: Eclesiastés7:14, Isaías 45: 9-9-12, Deuteronomio 4:39, 1ª Crónicas 29:12, Job 9:12, Salmos
29:10, 135:6, Daniel 4:35, 2º Reyes 19:28, etc.
En todos ellos, y en muchos otros que podríamos
citar, se aclara meridianamente que por sobre lo que creemos, o pretendemos
creer, está Dios, sentado en su trono, decidiendo lo que es bueno o no para sus
hijos.
Los cristianos no somos, ni fuimos llamados a ser,
super-héroes. Por la cruz fuimos salvados, y con ella misma en los hombros
debemos caminar por donde anduvo el Señor...
¿Desear cosas? ¿Anhelar cosas? ¿Esperar cosas?
¿Orar por ellas? Esta muy bien, ¿A quién otro podríamos recurrir? Pero nunca
creer que nuestra palabra o nuestro poder puede realmente traer a la realidad
lo que deseamos, como, pasmosamente, se nos enseña en La cuarta dimensión,
de Yonggi Cho.
Podemos proclamar lo que deseamos, pero sólo como
una manera de alimentar nuestra fe, nunca con la ilusión oculta de que nuestras
órdenes sean justamente eso para Dios.
La única confesión verdaderamente positiva que
conozco es aquella de reconocimiento a Dios por sobre todas las cosas: El lo es
todo, en todo. Si vivimos de acuerdo con esta premisa puede ser que todo en
nuestra vida cambie. Ya no seremos los nuevos adalides contemporáneos, pero
estaremos más cerca del Siervo, el que descendió a la condición humana, el que
lavó los pies de sus discípulos, el que fue a la cruz para rescatarnos...
Porque, debemos comprenderlo, Dios no comparte su
gloria con nadie
por Eliana Gilmartin
por Eliana Gilmartin
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